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Cuentos



5 relatos de Madeline Millán, publicados en 365 esquinas y Día Cero por la editorial Terranova:
 

La primera dicha

La patita fea

Isla con atardeceres

La hormiga

Nadie como la abuela para pelar papas

 

 

 

 

La primera dicha

El viento pasa a través de la niña. Se curva cada vez que dobla esquinas amenazante de llevarse a todos, cuesta abajo, aunque pueda encontrarse una vez más con la flaca desdentada muerte. Hasta esa mañanitita de la bicicleta y de la carretilla su abuela había vivido preocupada pues no había desarrollado vocabulario alguno. Se comunicaba por gestos, no hablaba. Según mamá, como le llamaba a su abuela, al pedir leche decía “che”.  Una sílaba apenas.  Eso sólo decía y ella tan buena entendía y la calentaba para que la bebiera tibia. Desde muy pequeña se le dio un velocípedo, luego una bicicleta de cuatro ruedas, finalmente, a los cinco ya entrenaba junto a los corredores del maratón de San Blas. Una vez que salía por la puerta en su bici, no tenía orden de llegada a la casa. A nadie le importaban los relojes ni las campanas de la iglesia en Coamo. Después de todo, en cada esquina, había 26 ojos cuidando de que no le pasara nada. Se las defendía por esos mundos en una bicicleta, con el viento a favor, como un marinero o un capitán al timón, escribiendo sin saberlo en el aire, sin saber si iba a llegar a ningún lugar en esa nave de dos ruedas sin frenos, bajando las cuestas a toda velocidad. Con las piernas extendidas y también los brazos como un equilibrista de trapecio, sin casco, corría dejando atrás su melena sin peinar en nudos. Un accidente, casi mortal, la derribó a los cuatro años al chocar contra una carretilla de madera estacionada en la cuesta que, a su vez, estaba escondida en una de las 365 esquinas de su pueblo. Le sacaron todos los dientes de leche y sangre. Se partió la lengua en varios pedazos. Quién hubiese pensado que todo eso que ocurría era el bautizo de un ser mudo que escondía y coleccionaba las palabras para algún día escribirlas. La caída se dio frente al cementerio Cambalache. Ese día le hubiesen enterrado en aquel lugar pero no estaba escrito en las cartas. A menos que, esté realmente en otra dimensión y su fantasma en bicicleta siga jugando, cayendo, sacudiéndose el polvo del camino, y con lo poco que le queda en la memoria decide escribir, bicicleteando, hablándole al viento. Ella era una especie de animal no domesticable, una versión de centauro pegada al sillín de bicicleta como a un chicle, unida a ese indivisible cuerpo metálico. A las millas vivir o morir, no había de otra. No quiso que fuera de otro modo. Y no fue esa la única vez que chocó mientras corría y se comió la tierra. Después de su caída, vino su primera dicha y desdicha, la primera palabra de dos vocales.

El día del accidente, cuenta la vieja que, cuando le sacaban los dientes, gritó muy claramente: ¡Cooñooo!  Los vecinos celebraron felices esta palabra que se alarga en el centro y se extiende al final en un descenso acústico casi a la manera de un mantra. Como el OM, vibración y estallido primordial de todo el universo, su entrada al mundo de la civilización nació, al mismo tiempo, con el encuentro de una identidad caribeña. Desde entonces dice ¡Coño! por todo. Si está alegre y la dicha acompaña su palabra, ¡Coño!, levantando seguramente las manos en exclamación; si algo le sorprende, ¡Coño, no me digas!; si algo le molesta mucho, ¡Coño!, y puede ser que añada más palabras mientras crece el enojo. Cuando algo le entristece profundamente dice, ¡Coño!, y se pone a llorar.

 

 

La patita fea

 

A Alejandro Román, in memoriam

A mis maestras Claribel, Inés, Clarise, Marossa,  Alejandra, Rosario, entre otras.
 

La maestra de ballet clásico en Santa Gema, Vistamar, corregía a todas menos a mí. A Claribel sí, por la mala postura, imposible que mantuviera la espalda recta en línea con el coxis y la coronilla a lo largo de la espina dorsal. A Clarise, por no poder hacer un cou-de-pied devant sin perder el equilibrio. A Inés, el chasé la enredaba o hacía trastabillar al piso como empujada por  una despiadada fuerza gravitacional. Esa niña tampoco lograba una secuencia completa en developpé, girando los pies hacia fuera para luego juntar los talones en punta, y caer en un sauté perfecto. Alejandra se confundía cada vez que decían plié con développé, así estaba con el francés que no hacía click en su cabeza. Abría las piernas como si pujara un hipopótamo o una garza. Cuando hacían rueda Marosa y su hermana Rosario, debían llevar los brazos hacia arriba imitando al cisne del lago. Se movían sin gracia como patos o gansos salvajes, a las cuales solamente les faltaba el graznido. La cuarta posición les resultaba tremendamente difícil, había que colocar un pie delante de otro, en el que se deja un espacio entre los dos pies, al alternarlos en tijera se debía cruzar un pie a medias delante de otro. Perdían balance y picoteaban el suelo como gallinas desesperadas engullendo maíz. Se cansaban con facilidad, sudaban agua salada y llovían copiosamente. Al final de los 40 minutos, ninguna de ellas decía como yo: “Cuando sea grande seré bailarina”.  
 

A las 4:30 todas salían todas de la clase menos yo. Se iban presurosas a sus casas. La sala principal que hacía de estudio de baile daba por finalizado un día en el colegio. Por las mañanas funcionaría otra vez como salón de lecturas de la biblioteca. Las ventanas semi cerradas se mantenían así, y yo seguía con ganas de seguir danzando. Yo dejaba de mirar detrás de la ventana una vez que la maestra apagaba la luz y cerraba, tras de sí, la puerta.

 

 

De Trilogía del Caribe

Isla con atardeceres

 

Al telón del paraíso perdido le descorrían una pata color cardenal hacia la izquierda, otra hacia la derecha donde alegan está el infierno. De ese modo empezaba y terminaba la película del día.  El sol salía.  Era una isla con atardeceres.

Todos estábamos sentados en el balcón, menos una de las abuelas. Quizá el cielo interpretaba la nostalgia de los idos. Al mirar el cielo la familia recordaba la maldita nave que hubo de llevársela. Lo cierto era que allí quedábamos unidos en la espera. El balcón se convirtió en el centro de la escena. Traído desde Jamaica por las mujeres más valientes se pintaban los pilares del mismo color año tras año cuando venían las sequías y a las arañas les daba por escabullirse en los rotos de la tierra y en zapatos adonde no llegaba el agua. En aquella isla nací y gran parte de los antepasados de esta zona sur llegados de las Canarias. Por eso el color aceituna, los ojos verdes, las extremidades largas. En la zona norte, otros isleños provenían de otras islas e iban y venían por el mar. En las montañas, habitaban los descendientes de corsos y holandeses. En las costas vivían los descendientes de los dingas o mandingas. Nuestra casa traída de Trinidad y Tobago, de balcón jamaiquino, había sido blanca y pintado casi todo de negro el balcón para que resaltaran otros colores: los pilares verticales de color guayaba y los horizontales de azul añil. Las butacas mecedoras semejan un color verde cotorra. Hemos sembrado frente al balcón arbustos de cruz de malta y floripondios que embriagan, y amapolas de tres colores para que combinen con nuestra casa y, finalmente, la amatiba satibiris, que crece salvajemente y acompaña a los pocos hombres de la isla que creen en el mesías negro.

Son las 5:30. Hora esperada. El sol no se oscurece sino hasta las siete. Además, hay toque de queda a las 6. Después de haber comido, vamos al balcón con nuestros pocillos de café o con vasitos de papel con agua de canela. Más allá del balcón no podemos salir o nos disparan unos hombres que llegaron con la puesta de sol número 98, haces ya mucho soles, y ni nos damos cuenta de que están ahí vigilándonos. 

Llegó la hora tan ansiada. Son las 6. Incluso si no nos hubiesen condenado a estar aquí, en el balcón, estamos anclados a él, es algo superior a nosotros mismos. Somos hombres y mujeres en una isla con balcones. Las distancias entre unos y otros son cortas, los límites precisos, la mirada anhelante de mares. Los otros que miran de lejos la película, no comprenderían.
 

––Pásame el azúcar.  

––¿Cuántas cucharaditas te echo?

––Ocho. 

––¡Rosa! ––llama la madre.
 

Rosa se asoma por la ventana y, en segundos, su cara cambia de colores dulces anaranjados, a rojos dramáticos como un final de mundo; luego la envuelve un amarillo dorado, y así lentamente cambia de rostro, hasta que vuelve a refugiarse en el interior de la casa, como si tal cosa, como si un atardecer fuera cualquier cosa.
 

––Rosa, qué manía esa de mirarte en el espejo. Te vas a perder lo mejor. El sol se está yendo. ¡Date prisa que se va!

––¡Ya voy pues!  ¿Por cuál número van?

––Por la 136, pero si no dejas de mirarte en el espejo no verás nada.
 

Rosa llega al balcón donde solo faltaba ella. O mejor dicho, también una abuela que huyó lejos, no por el mar, sino por los aires. Eran la mamá, la bisabuela, la tatarabuela, las tataratataraabuelas, las nietas, dos varones gemelos, el Luca y el Lucas. Nunca se supo bien que se habían hecho los hombres de la isla. Se los llevaron a la fuerza cuando los demás dormían.  Otros se marcharon sin estar seguros si al otro lado del horizonte los perros salvajes y los dragones en verdad existían. Y, para colmo, la abuela desapareció como ellos. Cada uno en el balcón pensaba, sin atrever a decirlo: "Mejor imaginar que está aquí entre nosotras, como antes".
 

––¿En qué piensan?––pregunta la bisabuela extasiada con la puesta 155.

––¡En qué va a ser...!—responde una de las mujeres.

—Mira, cómo se le han llenando los ojos de fuego a la Rosa—comentaba sospechosa la bisabuela que algo de amores sabía.

––¿Saben que hay lugares donde el sol se coloca una sola vez al día?—dice una voz que remedaba un rayo de luz color mango maduro listo para comerse.
 

La 200 fue memorable.
 

––¿De verdad que una sola vez? ––.

––Sí.  Hay lugares oscuros donde apenas se pone el sol—dijo la sabelotodo de María. 

—Deben ser terriblemente frías y tristes las islas sin sol—, dijo la bisabuela recordando a la abuela, y aguantando las ganas de echarse una lagrimita.

––Y leeeentos…—protestó a su modo el chiquito Luca quien no soportaba estar allí sin poder moverse del balcón.

––Eso es para que veas Rosa, que no hay que ser malagradecidos con la vida. No todos los mundos tienen sol.

––Pero espejos con sol no hay mamá sino aquí en esta isla, chupándose 50 colores de estrellas  como si fueran a perderse en el roto negro de una bandera. 

—Hasta dan ganas de comerse esas estrellas—interrumpió Luca quien siempre tenía hambre.

Lucas saca su espejito de bolsillo y empieza a buscar el reflejo proyectando un rayo amarillo en medio del oro coralino que dibujan los montes y más abajo el mar.

––He oído decir...––dijo la tatarabuela—pero cuando comenzó a decir lo que había oído decir, quedó muda y estática.

La puesta 209 de ese ocaso la dejó en un estado de iluminación permanente, y no habló más durante tres puestas de sol, es decir, durante 365 veces tres. Durante esas puestas se prendieron todos los flamboyanes naranjas, rojos y amarillos y los granados de la isla tuvieron memoria de los tiempos felices en Granada. Hubo breves incendios que se apagaron con los vientos alisios.    

Todas las abuelas en los balcones, casi al mismo tiempo, se llevaron un habano a la boca y cada una mordía despacito el tiempo como una canción. Fumaban para olvidar porque a esa edad, cuando ya no es posible llevar la cuenta de los soles, no se espera a ningún hombre cantando un cuplé. Los desaparecidos aparecían como fotos guardadas en la memoria de cada atardecer. Las mujeres llevaban el ritmo de un sol crepuscular en las venas. Al ritmo de las tres velocidades de todos los de la isla: ellas iban lento, despacio o parao. Si nada poseían seguían emocionándose con el sol al momento de morir; porque los atardeceres en esta isla duraban lo mismo que el aria de un lágrima furtiva repetidos uno detrás de otro sin tregua. Se confundían en una unidad tan perfecta que daba la impresión de que el tiempo era el mismo sol eterno. Nunca se cuestionaron que esa lámpara pudiera desaparecer.
 

Y ocurrió que la 243 había sido esplendorosamente triste y profunda como el mar. Se entristecieron todos como la tristeza misma que dicen ser de un amarillo mostaza. Esa puesta de sol había pasado muy rápido y no correspondía a la de ahora, morosa y tibia, tirando a  naranja.  Sin saber cómo, estaban felices de nuevo bajo el sol al llegar la rumbera número 245, conocida por ese nombre porque a toda persona que la viera le daba ganas de bailar.  Parecía de un rojo caliente.
 

––Quisiera estar frente al mar para ver esta belleza de sol y ver cómo se la traga el agua y la echa por la boca otra vez.

––Quizá tengamos tiempo, ¿por qué no nos vamos al malecón ahora mismo?

––No llegaremos, está más cerca el Castillo del Morro. 

––Mañana desde el principio de los atardeceres podremos echar pie…—dijo la tatarabuela sin terminar la frase.

—Mañana desde el principio—repitió la tatarabuela que había fumado y pestañeaba poco—… nos sentaremos en el malecón.
 

Y añadió la tataratataraabuela:
 

— Hay formas de evadir los disparos. Los que miran la película desde afuera no saben si entre un sol y otro sol terminó el toque de queda. 
 

Entonces miró a la cámara oculta, sin pestañear, de forma natural volvió el rostro hacia el ocaso. La familia le siguió el gesto, haciendo que pensaban, que miraban algo, pero no había nada excepto los colores que se proyectaban en sus rostros y ojos a manera de espejos. Alternaban el movimiento de la cabeza del este al oeste y luego a la inversa. Nunca miraron hacia el norte.
 

––No, al malecón no, me distraigo con las parejas que se besan—interrumpieron con actitud irreverente a coro, como si se hubiesen puesto de acuerdo, los gemelos Lucas y Luca.
 

Quedaba poco y la familia lo sabía. 
 

––Antes de morirme quiero ver siete puestas de luna—pidió la tatarabuela quien poco hablaba, pero, por razones involuntarias, a raíz de haber perdido otro diente a sus 500 años, le daba por pensar que todo era una repetición de un mismo acto de fe naciente. “Ya está bueno, quiero morirme”. 

—Cómo no abuela. Cuando tú quieras.
 

Ella sabía sobre soles lo mismo que el resto del planeta desconoce de esta ínsula solar. La idea de morirse le venía por el verso de un poema que decía “Antes de morirme quiero...”, que ella recordaba por pedacitos por su mala memoria y le iba añadiendo otras terminaciones a su antojo. En realidad, no era eso lo que quería decir. Los poemas ajenos, sobre todo las primeras líneas, le venían a la boca sin darse cuenta cada vez que perdía un diente como si así pudiera reparar lo perdido y llenar de aire y palabras los huecos de su boca. Y no era plagio tomar un verso ajeno, de haber sido copiado, de ser así, cada atardecer sería un gran plagio, una exacta réplica de otro atardecer. Cada atardecer sería el plagio más desfachatado del universo. No hay nada nuevo bajo el sol, ella lo sabía. Tarde o temprano encontraremos la variante de un atardecer. Solo sol es irrepetible, ningún atardecer lo es.  “Sale el sol, y se pone el sol, y se apresura a volver al lugar de donde se levanta”, recordaba sin precisar la fuente de donde surgía ese verso de hace cientos y cientos de soles salomónicos.
 

––¿Puestas de luna?––se río el chiquito Lucas, mientras guiñaba un ojo, a su otro. Y al oído de su hermana la Rosa dijo: "Parece que está alucinando de soles verdes nuestra aburu linda".

––Cállate, hay islas donde hay tantas puestas y ocasos como soles menguando y lunas redondas, quizá la abuela....—y con todas las miradas recriminatorias sobre ella no terminó la frase. A esa abuela por traidora no se le nombraría en la historia de su familia y de su isla.

––¿Cuántas puestas de lunas tienen, tatabu?––preguntó entonces humildemente Lucas.

––Siete, y cuando está redonda todo se mueve más lento, los mares crecen, los hombres se convierten en lobos, y las mujeres enloquecidas abandonan sus balcones. 

—¿Como abuela?
 

Inevitable era no recordar entre sol y sol una traición. Pretendieran no oír y no darle importancia a la palabra “abuela”. Había que hacerla invisible. Sin embargo, en vano esfuerzo no podían borrarla por más que se empeñaran en dejarla fuera de la historia. Tarde o temprano volvería. Invisible, seguía en el balcón de los atardeceres de su isla. La tatarabuel mención de ese mujer que se marchó sin decir despedirse. Nadie quería recordar.
 

La tatarabuela no quiso hablar más hasta el final del celuloide. Hasta que un día amanece. Como esta tarde que amanecía frente al balcón e hizo que todos hablaran en exceso.
 

––Pues si yo me aburro aquí, qué sería en esa otra isla con lunas en medio de una oscuridad total—dijo Lucas, hasta que su madre, con aquella mirada suya, lo sentenció a callar.

—Somos los seres más privilegiados del planeta. Este espectáculo es único, y tenemos la suerte de estar juntos en este balcón desde hace 5 siglos.

—Habrá que multiplicar mucho para saber cuántos días hemos estado en el balcón.

—En éste no.

—Sí, si lo piensas bien, sí.  Es el mismo. Bueno, no exactamente, el primero fue de la isla Santa Lucía,  y tenía otro color, pero se volvió a colocar       aquí, en el mismo lugar y a esta misma hora. 

—¿Por qué no pueden ver la película callados?—reclamó la bisabuela que poco decía.

—Total, se está terminando.

—Estoy segura de que, por parlanchines, no podrán contar de qué trata la historia.

—La historia no será jamás más importante que un atardecer.

—Y eso es lo nos debe importar en esta isla.

—¿Que amanece y atardece?
 

Y miraron mal a la Rosa pero la perdonaron al instante porque la vida es un carnaval y las penas se van cantando, porque verde luz de monte y mar, porque “Antonia, los pueblos no perdonan”, comenzaron a cantar.

Todo lo que se dijera en dirección al aire, sin contexto, sin forma, traía la imagen de la abuela, la que tuvo todo, la que perdió todo por buscar algo que no quiso siquiera explicar qué era en estos mundos de la cinematografía a todo color. A ella le gustaba el cine mudo, en blanco y negro, y los atardeceres de su isla la emocionaban menos que el Nosferatu de Murnau cuando sale el sol y muere por segunda vez.  

Lucas, el pequeño Lucas, sintió unas ganas de que lo acurrucara la abuela en su falda, dejándole sentir el aroma de su sexo centenario que se mezclaba con los aromas del hilán hilán adherido a su falda con un extraño y disimulado olor a colonia barata. Decidió, mientras el sol iba amainando que, cuando fuera grande, con la próxima nave que aterrizara se iría en busca de la abuela. La nostalgia le duró poco. El sol 365 en su ocaso avanzaba seguro en cada esquina del pueblo. Como si buscara algo se iba metiendo en cada casa, callejón y por cada ventana. Imponente como un sol que nace de un calendario anunciado por gallos. Las cortinas de la derecha y de la izquierda empezaron a correr hacia el centro mientras pasaban los créditos de la película. Y todos, desde la más vieja hasta el más pequeño, comenzaron a recoger las sillas del balcón. 

                                                                                   

                                                                                                      Fin 

La hormiga

 

Cerca de un cementerio en un lugar llamado Cambalache nació María Ponce Ortiz.  Era un lugar de tierras áridas. Ella, no coleccionó de pequeña las arañas peludas como su madre hizo de niña con el fin de comérselas, pero engullía tierra, masticaba hojas frutales, sobre todo hormigas bravas y llegó a adulta haciéndolo a escondidas, incluso de su madre quien creció comiendo arañas en ese mismo pueblo, sin embargo, no concebía que su hija comiera hormigas. Su entrada a la civilización para ser educada se realizó en la zona capitalina sin tantas hormigas y sin poder comer las hojas de los tamarindos, sus favoritas. En su nuevo hábitat descubrió tristemente que abundaban las hormigas negras o bobas. Ella las llamaba las “sosas”. Les faltaba el agrio y punzante golpe que similarmente producen algunos mariscos o cítricos. Picadura o aguijón de hormiga roja, golpe ácido, cáustico y casi obsceno en la lengua. Eso le encantaba más que los platos de la buena mesa. Un día en la clase de francés tuvo la fortuna de ver una subiendo por su silla. Después de habérsela llevado a la boca soltó un gritó que paralizó a la clase.  El aguijonazo o picada de su hormiga brava resultó tan terrible como una cornada. Ella, ganaba la partida siempre, toreándola primero, luego partiendo en dos mitades el cuerpo de la guerrera. El juego terminaba dándole el gusto a sus papilas gustativas. Aquel día sin embargo había sido vencida y humillada en público. Su grito hizo que, de inmediato, la profesora girara en dirección a ella, así también la clase en expectativa. Anaís Vega Lydie alarmada exclamó:  “¿Qué pasó?”, por supuesto, en francés: “Qu'est-ce qui se passe?” “Rien —dijo—una hormigue me pique la lengüe”.  Todos sus compañeros pensaron que estaba haciéndose la graciosa al imitar el idioma, y echándose a reír no dudaron, ni por un momento, de que se tratara de un chiste fuera de lugar. En ese entonces nadie imaginó que ella era como aquel salvaje descrito por Rousseau. Cuando quiso contarlo, no tuvo confianza en la comprensión de lasa citas intertextuales de la cultura en vivo. Si bien como afirma gran parte de la historia fueron los franceses los inventores del concepto “Le Bon Sauvage”, acuñado también por el resto de la humanidad, ella se guardó de insistir en la verdad.  Hasta ahora que lo cuenta.

 

De Trilogía del Caribe

Nadie como la abuela para pelar papas.

A nadie en la familia le gustaba pelar papas, ni siquiera ninguno de los deliciosos tubérculos que tan pródigamente ofrece el trópico.   

Por compensación, Hipólita o Pola adoraba pelar yucas, ñames, panapén, batatas rosadas, lilas y amarillas, malangas, apio rosado y amarillo, yautías. El problema parecía ser el cómo pararla.  Quedaba en un estado de trance, con los ojos abiertos, hablando algo entre los dientes que cada sol se lleva. Supimos muy bien aprovechar la vocación de las manos de Pola. Se decidió que solo se recurriría a ella en ocasiones especiales y en celebraciones de barrio. Tanto pelar tubérculos nos quitaba la calma por ratos, su obsesiva vocación, su destreza en especial con la mano izquierda,  era un enigma en la familia.

––Viejita linda, mañana es mi cumpleaños––, alcanzó a decir una de sus nietas, cuando Polita salió derecho a la cocina. Arrastraba sobre una malla de cebollas las panas hasta la mesa del balcón, e incluía racimos de plátanos amarillos y verdes, así como guineos para escabechar. Mientras tanto, entraban sin permiso, de largo por encima de la mesa, algunos soles tibios, rosados como toronjas de madrugada. Ella en una acción meticulosa proyectaba su sombra hacia el poniente porque de hacerlo hacia el norte, sabíamos muy bien, sus energías mermaban. Los isleños por todas estas razones sabían cómo moverse bajo las estrellas diurnas.  “Tome la orillita, que no se le daña el caminaíto”, nos advertían para aprender a andar por los márgenes de las calles del pueblo al mediodía.

Pola duró muchos años con salud y buena disposición hasta aquel fatídico día de los cuatro soles de julio que se habían cruzado en el almanaque después de que la isla fuera invadida por unos hombres extraños. De pelos del color de ciertas mazorcas rubias, vinieron con la excusa de que llegaron a poner orden entre otros canijos y esmirriados soldados de la vieja colonia que se quedaron pendientes de una puesta más al final del siglo. Estos sí eran hombre, altos y robustos, pensaron algunas mujeres. Venían del norte y les gustaba clasificar a los isleños por su apariencia enclenque, leporina y de estómagos redondos a punto de estallar por los parásitos. De aquellas que venían echándoles el ojito, también escribían en sus informes: “Es un pueblo de rameras”. Estos soldados traían la nostalgia de su norte. Y nosotros sin saber cómo distinguir un norte de un sur en una isla tan pequeña solo veíamos el camino hacia las costas. Los rubios celebraron una independencia más y nosotros otra era de esclavitud en temporada iniciática de huracanes. Lo único que le agradeció la primera abuela de la historia fue el televisor de culo grande y larga antena. Todo lo demás le pareció inexplicable. La radio la usaba para soñar y alimentar el tímpano y acompañar el tambor de su oído medio.

Los soldados rubios se quedaron 40 años haciendo y deshaciendo sin que nadie pudiera hacer nada a riesgo de más masacres de campesinos portando rifles de palo. Si se suman 350 soles al día, daban un total 4.900,000 en las 4 décadas que nos tuvieron sitiados.

 

En ese entonces se daba el toque de queda a las siete de la noche, pero nadie se quejó porque a esas horas las novelas y la programación de entretenimiento ocupaban nuestras vidas. Ya nadie miraba los soles del balcón. Con el tiempo, hicieron toda la obra de caridad que quisieron o les mandaron. Se rumoraba que estaban obligados a polinizar. Entraban y salían por la puerta del patio sin pedir permiso. Aunque no eran buenos arando ni sembrando la tierra, resultaron, al principio, buenos jardineros. Plantaron muchas semillas de flores. De ellos nacieron en el jardín de atrás: margaritas, violetas, rosas, lilas, jazmines e irises, que olían casi igual a las nuestras, pero se pronunciaban distinto: Rose, Violet, Jazmine, Iris. “Cada flor que nazca de uno de nosotros —decía la nueva constitución de la isla— debe portar el número que se adquiere por derecho al nacer”.  La verdad, el número se convirtió en la excusa y obligación de matar en sus guerras. El número correspondía a sol naciente 50. Si hubiese dado antes la llegada de los rubios o mucho después, la suerte habría sido fasta. En fin, el mes más cruel, desde entonces, no ha sido abril sino el de cuatro soles en el mes fatídico de julio.

 

Los rubios violentaron la entrada a nuestra casa a principios de ese mes, tiraron la puerta por la ventana lanzando cohetes y fuegos pirotécnicos. Algunos lloraba como bobos mirando con la boca abierta al cielo. Los rubios nos explicaron que celebrarían la independencia de su tierra en la nuestra y ordenaron que teníamos que cocinar para ellos.     Sacaron sus armas, apuntaron hacia cada una de las mujeres.

Hipólita tomó el mando, sin que nadie le hubiese dicho, y asumió la faena.  Ella avanzaba más que todas las hijas, nietas y abuelas juntas que habían perdido mucho de la destreza y costumbre de pelar para dedicarse a la hoja de tabaco y a la aguja. 

—Es que abuela es una mujer de armas tomar.

—Querrás decir, de yautías tomar. 

—Tú eres la yautía, malanga.

—¿Ahora van a seguir poniéndose nombres? No se falten el respeto.

—El respeto se lo estamos faltando al ñame, mafafa.

Como si no oyera ni nada estuviera ocurriendo a su alrededor, Pola seguía dale que dale con las papas que le ordenaron cortar y asumió en defensa de la vida.

––¡Qué tembandumba!, ¿Y no se cansa?—, preguntan maravilladas las nietas.                  

—Eso sí—advirtieron los rubios en su lengua— nada de tubérculos, solo papas para french frais.

Los rubios se hicieron entender tirando todos nuestros tubérculos a la basura. Como vivíamos en el campo, y no había autoridad entonces que pudiera enfrentársele a los rubios, comenzamos a pelar papas para alimentar a los insaciables gigantes que pusieron de moda todo lo que fuera “King Size”. Nos cansábamos después de las ocho horas y allí la Pola, impertérrita, como una mula o como un David con su honda en la mano.

 

Aquel día fatídico, en estado de trance, ella cortó muchas más papas, más de las que había cortado en toda su vida cuando solo se comían tubérculos de la isla. Nos habían amenazado con encarcelación en sus cárceles fuera de la isla si protestábamos contra la autoridad.  Sabíamos que así lo harían porque después de la masacre se llevaron a los hombres sobrevivientes, entre ellos a Pedro. 

El cuatro de julio, los rubios llegaron a nuestra puerta a buscar sus papitas. Hipólita se levantó de la mesa con el paso firme, suave a la vez, de sus pies descalzos. Inició el camino hacia ellos que se atribuían el derecho de entrar a la cocina. Les entregó las papas cortaditas, largas y blancas listas para freír y otras también listas para comer. La oímos sorprendidos balbucear en su idioma unas palabras. Ella que nunca hablaba, pronunció:

—Cojan sus french frais y que les aprovechen. Allí, como la bandeja de plata de Salomé con la cabeza de Juan el Bautista estaban sus dedos blancos puestos en orden y confundidos con las papas y la sangre.

—¿Más Ketchu?—añadió, mientras se encaminaba a nosotras. Y con la mano izquierda que le quedó libre, nos pasó el cuchillo.

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